Nuestra mirada amorosa riega el crecimiento del niño. El adulto ha de facilitarle al niño la posibilidad de saber que puede elegir dónde poner su atención y que de forma voluntaria puede alimentar aquello que le construye como persona y le permite tener una vida más plena.
El sufrimiento se origina cuando nos sentimos separados, excluidos o aislados. De ahí que la gran transformación se da al enfocar nuestra atención en las virtudes que nos unen y así poder gozar en armonía con las relaciones.
Permitir que la generosidad, la paciencia, el amor, la bondad, la compasión y la inclusión se asienten en el niño convirtiéndose un rasgo en su personalidad. Brindémosle la oportunidad de que sienta el placer de ser amable, honesto y responsable
El carácter se va formando desde que no engendran, en una búsqueda de amor y reconocimiento. Los adultos tenemos la función de ofrecerle un entorno seguro donde pueda ir desarrollando todo su potencial, desde la alegría de poder ser él mismo y con la confianza suficiente para vencer los obstáculos con los que inevitablemente se va a encontrar, desarrollando aceptación, flexibilidad y discernimiento.
Ser un buen educador requiere, por un lado, de una atención permanente, en el sentido de saber guiar y, por otro, también saber soltar y dejar hacer. Es decir, se precisa de una contención y apoyo suficientes, pero sin llegar al excesivo control que paralice la curiosidad –imprescindible para aprender– y la creatividad innata del niño. Saber mantener un equilibrio entre apoyo y frustración, procurando desde el principio un ambiente de amor incondicional, donde el niño se sienta querido por cómo es y no por lo que haga (resultados).
Es con el juego donde el niño aprende con entusiasmo: desarrolla su atención, curiosidad, memoria, concentración, coordinación, colaboración, comunicación, creatividad y es una herramienta básica de socialización.
También es de vital importancia respetar sus ritmos no sobrepasando la capacidad que tienen para mantener la concentración de forma continuada y dejarles espacios libres en él medio.
El cuidador debe velar por que el niño pueda SER. Permitirle que se acoja tiernamente, que conecte y se acepte amablemente para que puedan percibir con claridad, sin miedo.
Si el niño confía en sí mismo, en su riqueza espiritual y en su capacidad para desarrollarla, tendrá una buena autoestima.